Se sabe perfectamente que el Estado —bajo cualquier administración— posee diversas herramientas de control social y desarticulación de protestas populares (defensa legítima del orden público, le dicen). Están las de uso legal y/o constitucional pero también existen los métodos de baja intensidad que desde la asimetría y la arbitrariedad pretenden sofocar y criminalizar una demanda social (con tácticas de infiltración, fake news, delaciones, etc.).
Una vez que la lucha popular es desprestigiada y minada desde adentro (quema de vehículos simbólicos como las ambulancias o detención de cisternas transportadoras de oxígeno medicinal, por ejemplo) el terreno se vuelve fértil y sensible para que la otra parte de la población exija a gritos «mano dura», logrando la «legitimidad» de mecanismos reaccionarios (militarización de la zona de conflicto, suspensión de derechos y garantías básicas, represión indiscriminada, etc.).
Estas medidas suelen ser más eficaces que el soso protocolo policial de siempre. Apagan la rebelión rápidamente y consiguen apoyo ciudadano con el soporte de estrategias mediáticas de condena a los métodos de acción directa de masas.
Y estos vericuetos, de abuso e imposición de poder, no son exclusividad de la rancia ultraderecha formada en décadas de golpismo y hedionda oligarquía, sino que también son sello de presentación de regímenes liberales o socialdemócratas que encandilan con discursos de reformas y democracia, mientras sacan tanquetas y escuadrones ultrarrepresivos para «dialogar» con los trabajadores y sus justas demandas.