La crisis constante y la necesidad revolucionaria

Gabriela Paliza Romero[1]

Carlos Risco[2]

En las últimas semanas, que enmarcan el más reciente estallido social, que inició con el fracasado intento de golpe de estado del ex presidente Pedro Castillo. Han interactuado, en el plano del análisis político diversos elementos, en su mayoría de carácter legal y normativo y otros de naturaleza estrictamente política, estos últimos aparentemente serían “los menos relevantes”.

Sin embargo este tipo de análisis, muchas veces superficial por estar básicamente enfocado en la interacción de los actores mediáticos, hace difícil distinguir los componentes simbólicos y culturales de la actual crisis, y por lo mismo evidenciar la continuidad de esta  crisis, que creemos no inicia con la elección de Pedro Pablo Kuczynski sino que viene de mucho antes y ha avanzado de forma soterrada hasta que cíclicamente encuentra algunos agujeros, que dado el momento, explotan como un geiser en nuestra sociedad.

Mucho hemos visto, principalmente en medios alternativos, de los excesos cometidos por la Policía en nombre del orden, la paz y una democracia cuyo aparente factor más voluminoso es el miedo al otro que piensa diferente, miedo al que no es de Lima y habla el castellano con otra musicalidad. En ese escenario las fuerzas armadas y la policía han tenido un desagradable protagonismo, funcionando como mecanismo leal a la discriminacion hecha política y haciendo gala de una “legítima fuerza” que en nuestro territorio se traduce en abuso y desprecio por la vida.  

Las dimensiones culturales del actual escenario articulan prácticas discriminatorias que podemos rastrear, hasta los orígenes de la República. Esto con el ánimo de no mencionar prácticas coloniales, que también persisten pero no es intención nuestra mencionar a este episodio de la historia como el origen y causa de todos los males del país. Estas prácticas discriminatorias, que se han hecho evidentes desde la victoria en primera vuelta de Pedro Castillo, no solo han despertado la indignación de muchos por el racismo y clasismo que desprenden, sino que han despertado a una potencialidad movilizadora en ausencia de herramientas políticas útiles para quienes no cuentan con representatividad en el juego político.

La constante crisis política que vive el país, hace necesaria una profunda revolución que implica una mayor participación de las voces que se han hecho visibles en esta protesta. Devolviendoles a ellos y a nuestros pueblos no representados su papel como actores en la historia. Cuando hablamos de revolución nos referimos además a la necesidad de una transformación en los sentidos comunes de la sociedad, en especial en el orden que monopoliza el poder político y lo concentra en unos pocos. La revolución es así, la construcción de una nueva democracia, absoluta en la acción que eleva a la participación de la sociedad hasta intervenir en los asuntos políticos a niveles no alcanzados en un proceso electoral.

Esta “necesidad revolucionaria” busca articular y modificar las relaciones sociales, incorporando a personas de distintos niveles socioeconómicos a los asuntos públicos. Esto es algo que las clases dominantes nunca aceptarán ya que significa la anulación de su proyecto político, que incluye un complejo sistema de influencias, acciones y medios que aseguran su persistencia como clase dominante, y que ha sido sostenido desde la creación de la Constitución de 1993.

Entonces nuestra mal llamada “democracia” nunca ha sido capaz de responder a las demandas de sectores que no han encontrado representatividad en nuestro actual sistema político, sino que nuestra actual carta magna se constituye como una herramienta que busca asegurar los privilegios y las influencias de una clase dominante, avalada en una argucia normativa nacida en una dictadura.

Nuestra democracia ya no puede atender la necesidad de ampliar la participación de nuevos y diversos actores con sus agendas. El modelo de democracia basado en las libertades humanas y reconocimiento de los derechos colectivos ha sido suplantado por las libertades del mercado, que como se sabe solo favorece a quien más recursos tiene, lo cual impide que estos actores desfavorecidos y excluidos puedan participar con una mayor libertad en la toma de decisiones.

Es en este contexto que la Asamblea Constituyente y la posibilidad de una Nueva Constitución cobra sentido, se abriría un camino para llevar adelante cambios profundos en nuestro sistema político y económico, que permitan materializar demandas colectivas como la nacionalización del gas natural, limitar la posibilidad de las empresas privadas para lucrar de manera desmedida con la vida, con la salud, la educación y las pensiones, ya que  actualmente todo esto ocurre en detrimento de los servicios públicos a los que accedemos. Tampoco olvidemos que un cambio de reglas de juego podría revertir las vergonzosas exoneraciones tributarias.

Es por eso que la demanda de una Asamblea Constituyente encuentra un mayor espacio a partir de las últimas protestas. Es evidente que el sistema político de nuestro país ya no funciona, y peor aún, el criterio de los actuales líderes políticos, de limitar la capacidad organizativa y deliberativa de la sociedad a través de métodos violentos o el uso desproporcionado de la fuerza, como sucede actualmente con la brutal represión de las movilizaciones, obligan a los actores históricamente oprimidos a buscar otras formas de canalizar esta necesidad de cambios, por fuera del penoso sistema democrático, utilizando otros métodos como la violencia, que podrían llegar a extremos como la lucha armada, la insurrección o las guerrillas.


[1] Cusqueña, política. Abogada feminista. Coautora de esta publicación

[2] Artista y educador. Gestor cultural.

Solo el pueblo ayuda al pueblo

«Solo el pueblo ayuda al pueblo», dice un adagio de lucha social. Y es verdad. Aquí tenemos a las comunidades campesinas de Cusco compartiendo la comida y llenando la Plaza de Armas como parte de las medidas de lucha que se está viviendo aquí y en todo el país.

Desde la reaccionaria Lima y sus medios de prensa corporativos, desde el Ejecutivo y el Legislativo antipopulares, desde las élites empresariales; dicen que aquí hay «terroristas» y «vándalos», dicen que aquí hay «delincuentes violentistas» y «gente pagada»… ¡No! Aquí hay un pueblo digno que entiende que no pueden seguir siendo postergados.

Todo proceso de lucha tiene reveses, tiene complejidades y particularidades. Nada es lineal ni en blanco y negro. Toda lectura política debe estar lejos de idealismos o abstracciones románticas, pero también debe comprender las expresiones culturales de los pueblos en combate. Desde Cusco sacamos muchas lecciones para seguir quebrando el orden establecido y así mantener la apuesta por un futuro diferente.

Foto: Ninoska M.

Escenario de retroceso histórico

El trasfondo del actual escenario político en Perú, es mucho más complejo de lo que parece. Al menos no es cierta la narrativa del poder mediático que se encargó de mostrarnos una realidad moldeada bajo sus caprichos y necesidades. Se generalizó la idea de que el gobierno de Castillo era corrupto por naturaleza y que era insostenible cualquier cosa que intentara hacer (como si la corrupción gobiernista nunca antes existió en el Perú). Se le encasilló en una figura diseñada a la conveniencia de sus opositores y se le desdibujó desde el inicio.

No decimos que la gestión de Castillo fuera inmaculada y que había que cerrar filas a su alrededor. Desde el inicio advertimos las serias limitaciones de un personaje y un proyecto carente de médula ideológica y/o norte claro. Siempre supimos que Castillo era un factor aleatorio y extraño en política (pese a su efímero pasado como «dirigente sindical»). Era previsible un mayor descalabro a partir de la carencia de un programa de transformación constructiva. No fue el estadista o el cuadro carismático que configurara un arrastre popular con respaldo militante. No fue la expresión de una izquierda con acumulación de experiencia o con talante rupturista.

Pero desde siempre dijimos que con todas sus limitaciones y yerros, era la incipiente posibilidad de algún tipo de quiebre institucional en un país gobernado históricamente por la oligarquía y su partidocracia adicta a las repartijas y el elitismo centralista. Y, por tanto, era menester analizarlo y afrontarlo desde una lectura de clase, desde una óptica popular, desde abajo y a la izquierda. Esto significaba que jamás se podía repetir la monserga ultraderechista que desde el rancio anticomunismo buscaba atacarle bajo premisas no democráticas, sino golpistas y reaccionarias.

Para la formalidad del establishment criollo, Castillo venía a representar todo lo contrario a su normalidad burguesa. Aquí observamos un enfoque ya no solamente ideológico (político-económico), sino un desprecio racista hacia la «otredad». El discurso macartista pronto se quedó sin piso cuando se escuchaba y veía al expresidente rodeado de gabinetes ministeriales o asesores políticos claramente identificados con la derecha. Desde el Ejecutivo no hubo voluntad para cuestionar el modelo económico y se optó por el continuismo neoliberal para calmar a la élite empresarial. Entonces, el meollo incluyó el racismo como expresión sociocultural que se enraizó desde la colonia y se profundizó durante la república.

Ahora estamos frente a un escenario de retroceso histórico, de derrota política. No por Castillo, en tanto persona o figura, sino por el impacto cultural que esto denota en un corto y mediano plazo. La ultraderecha ha buscado vencer a su enemigo ya no con las armas del debate ideológico ni con la polarización de las calles movilizadas, sino con la imposición de un imaginario colectivo donde izquierda sea sinónimo de corrupción e incapacidad de gestión pública. Y a esa victoria parcial del enemigo de clase, han contribuido firmemente elementos o partidos autodefinidos como «del pueblo» o con «sensibilidad social».

Foto: Caretas