Se ha dado un nuevo caso de secuestro y violación contra una niña en Perú. Otra vez nos indignamos hasta la médula, maldecimos e insultamos al miserable Juan Antonio Enriquez García, quien perpetró este crimen (y a quien con justa razón desearíamos ajusticiar con nuestras propias manos). Nuevamente es noticia central por unos días. Volvemos a consternarnos y a buscar explicaciones del porqué de este caso. Y dentro de poco, esto volverá a ser parte de las crudas estadísticas que certifican que sí vivimos en un país de violadores, en un país pedófilo e inseguro. En breve será solo un caso más y listo.
Pero el problema es mucho mayor. Es urgente el combate frontal a todo viso de pedofilia, venga de donde venga. Es imprescindible la visibilización del factor misógino que posibilita una violación y luego lo normaliza con excusas criminales («ella lo provocó», «no debió caminar sola», «su mamá no la cuidó», «aparentaba de más edad», «no debió vestirse así», «no me di cuenta de lo que hacía», etc.). Es impostergable la denuncia a toda red visible o encubierta de trata de niños y niñas, así como a los malnacidos que venden y consumen material pedófilo, y a las instituciones públicas (comisarías, Poder Judicial, etc.) que muestran indiferencia ante denuncias como estas o incluso revictimizan a la agredidas con «argumentos» absurdos.
Y dejemos de pensar que un violador es un simple monstruo que podría vivir lejos de nosotros y nosotras, que es un ser extraño que aparece con cierta periodicidad, que es un simple enfermo que necesita comprensión… Un violador es un ser pensante y consciente de su vileza. Un violador puede ser un taxista, un vecino, el hermano o el propio padre, un primo o el tío, el cura o el profesor, un colega del trabajo o un compañero militante